Víctor del Río
 
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Textos sobre artistas Textos sobre artístas  > El espacio-signo en el origen de la representación
 
 
 

El espacio-signo en el origen de la representación”, en Yturralde. Postludios, Centro de Arte de Caja Burgos, Burgos, 2005, pp. 4-8. ISBN: 84-96421-09-0.

El espacio-signo en el origen de la representación.
Víctor del Río

 

Fue en el año 1996 cuando Yturralde mostró por primera vez los bocetos sobre papel milimetrado que habían sido la génesis de sus figuras imposibles en los años setenta. Aquellos dibujos, de soporte más frágil y recorridos por el tiempo, ofrecían una perspectiva inédita. El propio Yturralde aludía a la imperfección de estos dibujos preparatorios frente a los acabados impecables de sus obras de mayor formato. Contestando a una pregunta de Daniel Giralt-Miracle en su taller de Valencia dirá: “Sí, trabajo también la idea de imperfección” 1 . Este comentario no deja de resultar paradójico en un artista cuya obra parece caracterizarse por un aparente formalismo y una preocupación manifiesta por la precisión.

La trama de papel milimetrado actuaba como una malla que sostenía una secuencia de lectura en el desarrollo de sus figuras. Ese fondo prefabricado de papel se presentaba como un espacio de coordenadas racionales y abstractas que sin embargo se quebraba en la imposibilidad de las propias figuras. Yturralde indagaba en la conexión de la periferia bidimensional del espacio del dibujo y su centro, y en la dinámica irresoluble de la representación del espacio.

En efecto, una de las recurrencias de la obra de Yturralde es la búsqueda de desarrollos centrífugos y centrípetos en la construcción de ese espacio pictórico. Daniel Giralt-Miracle confirmaría esta hipóstesis cuando dice a propósito de la exposición que tiene lugar en el IVAM en 1999: “Si sus Figuras, Estructuras y Maclas era eminentemente centrífugas y se expandían, estas pintura actuales propician un efecto centrípeto, hacen que nos encontremos dentro de otro espacio, en una dimensión N que nunca había logrado con sus obras anteriores” 2 . En ese modelo el “espacio” reside en un lugar bien distinto al de la pura visualidad o al problema de la perspectiva, por mucho que ésta sea una condición de posibilidad para el análisis. El tipo de espacialidad que se analiza es de un orden discursivo y prefigura un estadio de conexión sutil entre el pensamiento simbólico y el pensamiento espacial. Esta búsqueda de un espacio-signo permitiría entender el progreso de sus obras.

Y uno de los aspectos más interesantes de la cuestión del espacio bidimensional en la tradición moderna será la conexión de esa superficie con una topología que es de carácter conceptual, casi lingüística, que opera como signo de espacialidad. En ese entorno tienen lugar las arquitecturas imposibles, los modelos cristalográficos, los esquemas y las construcciones diagramáticas y la abstracción de la experiencia del espacio y la escala. En esto, las historias del arte relatadas desde discursos manifiestamente antiformalistas, particularmente en el contexto americano, no dejan de resultar un tanto insatisfactorias cuando se trata de analizar las raíces de los modelos conceptuales en el arte de los años 70.

Realmente no es la cuestión de la forma la que está en juego, como podría parecer si acudimos a la literatura y a las historias del arte contadas recientemente, sino un caso de representación del espacio bajo una perspectiva vaciada de coordenadas visuales para condensar conceptos espaciales. En ese territorio, de carácter más conceptual que formal, el cuadro se transforma en lo contrario de un escenario, en el reverso de la anécdota espaciotemporal, para desplegar un análisis que se encuentra en el origen de las transformaciones del siglo XX. La reordenación del espacio de la pintura, lugar privilegiado de la representación, se confirma como un campo de batalla decisivo del arte moderno. En realidad, lo que se desmonta sistemáticamente durante ese período es el concepto mismo de representación como espacio asociado al pensamiento moderno.

En el intersticio entre lo visual y lo simbólico artistas como Yturralde operan sobre la necesidad de inscripción de todo pensamiento abstracto. Cuando Manuel Muñoz Ibáñez se pregunta a propósito de los “Interludios” de Yturralde acerca de la naturaleza hipersensible del espacio nos remite a la relación de éste con el fenómeno de la inscripción "¿Qué es lo que existe en el espacio, qué mínima variación introducida altera el conjunto en una dirección significante?" 3 Las deducciones lógicas o matemáticas se despliegan en su escritura simbólica y ésta establece sus propios nodos de conectividad como un constructo sostenido en el espacio específico de la abstracción. Allí las estructuras se sostienen en la suspensión  de sus enlaces relativos, dependientes unos de otros. La suspensión de estas estructuras podría interpretarse como una forma de vacío, pero en realidad es una condición de posibilidad del espacio mismo.
Este aspecto de la obra de Yturralde fue muy lúcidamente anticipado por Román de la Calle en el 93 cuando escribía: «Al fin y al cabo toda estructura, al encarnarse plásticamente, penetra de suyo en el juego tetradimensional y lo asume bajo su responsabilidad. Y, a la inversa, esas mismas coordenadas espacio temporales –si van más allá de su conceptual abstracción– necesitan asimismo anclarse, empíricamente, en la concreta génesis de las formas, convirtiéndose en condición ineludible de su posibilidad.» 4

Sin duda, la concepción espacial de la obra de Yturralde junto a una sistemática investigación de los aspectos cognitivos y perceptivos en la génesis de la representación dotan a su obra de una orientación manifiestamente conceptual. Ahora bien, es justamente en la distancia que se establece con las prácticas conceptuales, en su vertiente tautológica o lingüística, donde las diferencias en la incorporación del discurso científico resultan especialmente reveladoras. La tradición en el desarrollo de un espacio simbólico presenta matices muy diferentes fundamentados en la relación con el soporte y la formalización. En este aspecto algunas de las experiencias del conceptual lingüístico habrían abordado de manera más o menos literal esa condición espacial de las construcciones algebraicas y numéricas. Es el caso de Bernar Venet, con sus representaciones de funciones matemáticas, Hanne Darvoben con sus extensas series numéricas o Agnes Denes con sus silogismos de lógica formal desplegados como dibujos del pensamiento. En todos estos artistas el uso de obras sobre papel o en soportes asociados a la propia práctica del pensamiento abstracto no elude un sentido estricto de la dimensión visual y plástica del espacio. En algunos casos, como sugiere muy pronto Gillo Dorfles, podríamos intuir una estitización de ese espacio.

“La vaguedad, la polisemia, el componente metafórico y metoníminco que, desde Aristóteles a Vico, de Richards a Epson, constituye uno de los más seguros atributos del lenguaje literario, poético, artístico en general, no pueden ser anulados de un momento a otro, sólo para complacer una modalidad expresiva por lo demás incierta. Y sería verdaderamente muy triste descubrir que la “artisticidad” de las tablas de Venet (o de la serie de cifras de Darboven, o de las páginas de diccionario de Kosuth) radica más en su carácter críptico (¡y no en su racionalidad!) y que, admirándolas y elogiándolas, nos colocamos en una posición semejante a la de aquellos salvajes australianos que adoran al avión precipitado sobre una montaña, tomándolo por un pájaro mágico, por un Dios caído, e ignorando sus verdaderas características técnicas. Desdichadamente, la misma crítica –y de ahí su parte de culpa- intenta justificar obras como las de Venet (por lo demás, obras que no son del propio Venet, sino extractos de páginas pertenecientes a manuales científicos, o lisa y llanamente conferencias que el mismo Venet convierte en monsergas ante un público ignaro e ignorante) apelando a su racionalidad y a su absoluto semántico, sin darse cuenta de que aquello que las hace “atrayentes” y embarazosas es precisaemente su “desconceptualización”, su cargarse de significado diferente de aquel que el artista –quizá sinceramente- quería que tuviesen.” 5

El alegato de Dorfles, aun cuando revela cierta hostilidad generalizada hacia aquellas obras, recoge también una lúcida versión de los hechos. Esta estitización no exenta de fetichismo en la relación del arte conceptual con los objetos científicos deviene un problema artístico si cabe más radical que en cierto sentido cuestiona buen número de paradojas y antagonismos en la literatura crítica reciente. La evolución que ha seguido la obra de los artistas más representativos del conceptual lingüístico permite constatar la solidificación progresiva del soporte hacia la objetualidad. De modo que, con el paso del tiempo, se invertiría el vector que indicaba un paso “del arte objetual al arte de concepto”, que tan eficaz se había revelado como fórmula para comprender las prácticas artísticas de los años 70. 6

En relación a los proyectos artísticos vinculados con esta abstracción del espacio existe una profunda tradición de la pintura que reconstruye una traducción del problema del pensamiento lógico y matemático en un modelo de elaboración del espacio pictórico. El interés de José María Yturralde por la génesis de ese espacio interior al plano y a la el origen de la representación viene reforzado por una larga trayectoria en la investigación. El paso en 1975 de Yturralde por el Center of Advanced Visual Studies del Massachussets Institute of Technology es ya un lugar ineludible en todas los textos escritos sobre este artista. En este aspecto, el desarrollo de las figuras imposibles de Yturralde y de las demás investigaciones emprendidas después podrían interpretarse como parte de un mismo proyecto. 

La importancia de este estadio biográfico e intelectual en la obra de Yturralde no debe ser minimizada a la luz de la evolución posterior de su obra. Sin duda debemos retener una lectura del espacio-signo como un lugar que va más allá de lo pictórico pero que se realiza en ese plano. El lugar de las figuras imposibles es el lugar del signo, el espacio inaccesible y sólo aparentemente vacío de la experimentación. En el análisis del mundo de Escher como un espacio efectivamente transfigurado,7 Yturralde revela una vez más su interés por la reconstrucción inacabable de la representación en su condición de espacio imposible o irrealizable, retenido ontológicamente en el seno de la representación y cuya sola posibilidad no sólo tiene lugar en la abstracción sino que la genera como espacio mental. La dialéctica con la eficacia material de esas figuras y de nuestra percepción de ellas le lleva a la construcción de sus series de cometas, una de las partes de su obra menos estudiadas y probablemente más interesantes. Sus propuestas sobre el espacio físico operan como modelos, como máquinas sígnicas cuyas condiciones de inscripción alteran la circunstancia espacial anulando lo anecdótico más allá de sí mismas. El cielo aparece así como un fondo neutro sobre el que se recortan las impecables cometas en una suerte de suspensión del arquetipo geométrico.

En las obras de sus series “preludios” y “eclipses”, nos encontramos ante una necesidad de reinterpretar la pintura más allá del juego de la profundidad donde se producen los ejercicios del ilusionismo. En su propia organización reeditan la relación entre centro y periferia con nuevos planteamientos refinando aún más esa tensión interior en las obras. En “Eclipses” el velado del centro como un espacio obturado da lugar a un desplazamiento de la energía del plano en un juego de reversibilidad, tal y como habían actuado en la mirada los mecanismos imposibles de las primeras figuras. De la necesidad de un apoyo en la figura, por mucho que ésta sea una abstracción, a la dimensión total de la obra en su relación con el espacio de inserción del espectador hay un progreso que pronto se manifiesta en el discurso artístico de Yturralde. Ese efecto de reversibilidad entre centro y periferia del espacio pictórico le ofrece una premisa de autonomía que garantiza la reiteración de un espacio-signo, de un significante neto e independiente. El principio de la continuidad y la autocomprensión bajo esa perspectiva queda de manifiesto cuando  en 1990 afirma: «Entiendo que esta memoria visual que son los cuadros aquí presentes son parte lógica de la evolución de aquellas formas fluctuantes, desde la paradójica solidez, de alguna manera representativa, que suponían las “figuras imposibles” que surgían de redes espaciales de una secreta querencia multidimensional, que no eran “cuadro”, hasta el paréntesis actual, que implica el retomar del plano y una actitud más poética y, sin embargo, quisiera, altamente precisa.» 8

A lo largo de la obra de Yturralde persiste una tensión entre el soporte como mediador instrumental y la búsqueda de un discurso que trasciende la obra en un proyecto de sentido vinculado con lo poético y lo sublime. Parecería que el lenguaje oculto de lo sublime se transparenta intencionadamente obturado y reducido a la sistematización de los significantes, perfectos, herméticos como si el significado oscuro de la poesía que esconden esos espacios pictóricos escapara a su propio intento de representación. En esa tensión se instala una preocupación permanente por la técnica, que se remonta a las Investigaciones en  el Centro de Cálculo de la Universidad Complutense de Madrid en 1968 y a sus obras generadas por ordenador en el 69, o a las desarrolladas en el Massachussets Institute of Technology en 1975.

La incorporación de una nueva sensibilidad poética que constatan buen número de los textos sobre su obra en los años 90 9 viene acompañada por el relato de sus diarios donde se despliegan innumerables referentes que alientan esa impresión entre los críticos e historiadores. El propio Yturralde ya en sus Postludios adelantaba esta idea acerca de su propia obra cuando dice “En la obra que presento me baso, a través del color, en la metáfora de la materia pulsante, en los procersos casi perpetuos de una espiral infinita, al modo como la vida se impone a la entropía, deonde algo debería quedar del interés por los conceptos de lo inefable, lo sublime y lo absoluto en la pintura…” 10

Sin embargo, la coherencia sistémica de las obras, acordadas en un programa de largo recorrido, podría estar latente bajo la recarga semántica que incorpora tales conceptos. El espacio-signo sigue operando como condensador en una impecable coherencia. La necesidad de acudir a los temas que el propio Yturralde invoca como fuentes de una necesidad productiva se ve sancionada por una llamativa tendencia de los textos de críticos e historiadores a relatar en términos biográficos el devenir de su obra. Juan Manuel Bonet, 11 Daniel Giralt-Miracle o Carlos Catalán, 12 pero también de otros tantos, concitan en sus ensayos sobre su obra lo que parece ser una declaración de las inquietudes del propio artista, a su vez reforzadas por la publicación de sus escritos en forma de diario de artista al hilo de la exposición retrospectiva que le dedica el IVAM en 1999.13 Se invoca con ello un universo-otro a las obras, no inmanente, que parece dotar de contenidos simbólicos, poéticos, líricos o religiosos el discurso. El rico tejido de sugerencias culturales, con especial incidencia de los referentes musicales, conlleva una nueva carga que sin embargo Yturralde desgrana sin retórica. Como dirá el propio artista: “Es difícil encontrar sentido a los trabajos y acciones  que nos afanamos constantemente en este mundo, desde nuestra fragilidad, el no comprender el final, ni el principio ni el acontecer de lo que son nuestras vidas” 14

El destino del signo parece ser inevitablemente significar y con ello los lacónicos significantes se llenan de símbolos. La cuidadosa construcción de un relato paralelo consolida una operación alegórica en torno a las obras que recuerda a la que el propio Malevich pusiera en juego alrededor del cuadrado negro sobre fondo blanco que adquiría tintes rituales o funerarios por encima de la condensación formal de una relación entre figura y fondo. José María Yturralde continúa una trayectoria que extrae de la tradición moderna uno de los conflictos más sugerentes y enriquecedores. En el vacío el signo se esconde una poesía tan humilde como precisa, una vibración de lo sublime que se alcanza sin la mediación de la retórica o la megalomanía. Lo sublime nace de la desocupación del signo. Y por mucho que la abstracción parezca alejar su obra de los problemas contextuales y soicológicos que ocupan hegemónicamente la iconografía artística contemporánea, su tema central sigue siendo un punto ciego entre la necesidad y la contingencia de la representación. En esa fidelidad a la génesis del signo pictórico, asociada a las premisas cientifistas con las que en otro tiempo se capitalizó el fruto utópico de la vanguardia, sus obras quedan hoy inevitablemente abiertas a una pregunta por el sentido que no ha traicionado en ningún momento su dependencia del soporte. Hoy la tensión de los lienzos sigue siendo una premisa necesaria para crear espacio, al igual que las cometas se sostienen nítidas en el cielo gracias a esa misma tensión de lienzos solidarios que colaboran para construir poliedros regulares sobre el mar.

 
   
   
   
 
 
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